La revolución de la esperanza, publicado en 1968, es una obra del psicólogo y filósofo humanista Erich Fromm, escrita en plena fiebre de finales de la década de 1960, los años de la “Primavera de Praga”, el Mayo francés y el inicio del movimiento hippie en Estados Unidos, entre otros movimientos sociales, que suscitaron entusiasmo por su espíritu renovador.
En esa
efervescencia, Fromm escribió este ensayo extenso en donde intenta ubicar el
lugar que la esperanza tenía en esa época, una palabra especialmente
significativa que, sin embargo, en pocos años terminó un tanto mellada.
Sea como
fuere, en La revolución de la esperanza Fromm desarrolló
algunas de las ideas y temas en torno a la condición humana que más le
inquietaron a lo largo de su vida intelectual. Preocupado siempre por el
desarrollo pleno del ser humano, Fromm abordó en su obra la manera en que la
esperanza contribuye o detiene dicho desarrollo.
En cuanto al
elemento que nos ocupa, la fortaleza, Fromm dedicó a esta cualidad uno
de los análisis más puntuales y claros del pensamiento humanista en
general.
Como es
sabido, la fortaleza posee un importante abolengo en la historia de las
corrientes y tradiciones filosóficas, espirituales y de cultivo del ser humano.
En el cristianismo, por ejemplo, se le consideró una de las cuatro virtudes
cardinales, y en la filosofía, de Aristóteles a los estoicos, se le ha
calificado como una de las actitudes más deseables en el ser humano, necesaria
para enfrentar los desafíos propios de la existencia.
Fromm, por
su parte, alinea la fortaleza junto a la esperanza y la fe y dice de ella
que es uno de los elementos que dan estructura a la vida. Ni más ni menos. Y aunque inicialmente el psicólogo prefirió
hablar de “coraje” (en el sentido de “valentía”), luego eligió usar el término fortaleza, tomado de
Spinoza, para aludir a aquello en la forma de ser de una persona que la
lleva a tener valor para vivir. Después de todo, como se ha dicho, hace más
falta intrepidez para responder a la vida que para enfrentar la muerte.
Y es
justamente en ese sentido que Fromm distingue tres formas de fortaleza. En las
dos primeras, una persona parece fuerte para encarar ciertos retos pero sólo
porque o no tiene amor por su vida o, en segundo lugar, le teme tanto a un
ídolo al cual adora (el “Amo” según Hegel) que se atreve a cualquier cosa con
tal de no desobedecerlo.
En estos dos
casos, la fortaleza es más bien ilusoria, pues no se trata de una cualidad
inherente a la persona, que le sea auténtica o que sea resultado de su
desarrollo, sino que más bien es una reacción circunstancial de miedo a la vida
en sí (y los retos que esta presenta): miedo a caminar por sí mismo, miedo de
desafiar al Amo, miedo de poner en juego los recursos propios, miedo de
arriesgarse… ¿Qué clase de “valentía” puede ser esa?
A estas
formas un tanto dudosas de fortaleza Fromm opone una tercera que, como en otros
de los conceptos que desarrolla tanto en esta como en otras obras, está en
relación directa con el desarrollo pleno del ser humano. Escribe Fromm:
La tercera clase de intrepidez la encontramos en la persona
totalmente desarrollada, que descansa en sí misma y ama a la vida. Quien se ha sobrepuesto a la avidez no se
adhiere a ningún ídolo o cosa y, por lo mismo, no tiene nada qué perder: es
rico porque nada posee, es fuerte porque no es esclavo de sus deseos. Este tipo
de persona puede prescindir de ídolos, deseos irracionales y fantasías, porque
está en pleno contacto con la realidad, tanto interna como externa. Y cuando ha
llegado a una plena "iluminación", entonces es del todo intrépida.
Pero si ha avanzado hacia su meta sin haberla alcanzado, su intrepidez no será
completa. No obstante, quienquiera que trate de avanzar hacia el estado de ser
él mismo plenamente sabe que se produce una inconfundible sensación de fuerza y
de alegría en donde fuere que se dé un nuevo paso hacia la osadía. Siente como
si hubiera comenzado una nueva fase de la vida. Y de esta suerte podrá
experimentar la verdad de la frase de Goethe: "Ich babe mein Haus auf
nichts gestellt, deshalb gehórt mir die ganze Welt" ["He puesto mi
casa sobre nada, en vista de que el mundo entero me pertenece"].
Como
decíamos, la idea de “la persona totalmente desarrollada” a la que alude Fromm
en este párrafo atraviesa prácticamente todas sus obras y, en ese sentido, es
posible decir que se trata de una noción capital en el pensamiento del autor.
Fromm se
refiere a un momento de la existencia al que una persona puede
llegar luego de un trabajo consciente y constante sobre sí misma, por
medio del cual descubra sus limitaciones y sus posibilidades, la historia
de vida que ha dado resultado a lo que es, sus sueños, su deseo, sus temores…
en fin, todo aquello que conforma la condición humana.
Fromm –que
en este acercamiento al ser humano sigue la amplia tradición occidental del
autoconocimiento que va de Sócrates a Sigmund Freud– defendió en su obra que únicamente cuando una persona se conoce a
sí misma alcanza un grado importante de autonomía, pues se da cuenta de que
posee los recursos suficientes como ser humano para vivir, en toda la extensión
de la palabra: sin depender de otro, sin
explotar a otros, sin esperar nada de nadie, con plena conciencia de su
finitud, sin temor a la muerte ni al dolor, etcétera.
Este, por
supuesto, es un estado de la existencia que no sólo pocas personas alcanzan,
sino que además menos aún se interesan por buscar. Por las condiciones mismas
de nuestra especie (en particular la amplia duración de la infancia del ser
humano), lo más común es que la gente repita los patrones de dependencia,
irracionalidad y angustia en los que se formó, sin preocuparse por romper con
ellos y cambiarlos.
Sin embargo,
como podemos advertir en el fragmento citado, la única manera de sortear los
desafíos de la existencia y salir fortalecidos de ellos es siendo una “persona
totalmente desarrollada”. De otro modo, los cambios, las crisis, los
imprevistos y, en general, todo aquello que da sustento a la vida, se
experimenta con sufrimiento, preocupación, e incluso podría decirse que con
torpeza e ignorancia, todo lo cual nos hace padecer las experiencias que
vivimos, cuando, por el contrario, estas podrían ser siempre oportunidades de
aprendizaje y crecimiento.
(Agradecemos a Pijama Surf)
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