Hola amigos.
En esta oportunidad es un placer compartir con ustedes la transcripción de un memorable discurso del Padre de la Neurociencia, Santiago Ramón y Cajal, donde ofrece con claridad su legado de la Neuroplasticidad como herramienta para esculpir y modelar nuestro propio cerebro.
Su sencillez y anhelo de trascendencia se revelan en este discurso memorable de 1897, asombrosamente vigente.
Además, resulta conmovedor el reconocimiento de aspectos del quehacer científico con el que todo investigador experimental puede sentirse identificado.
Además, resulta conmovedor el reconocimiento de aspectos del quehacer científico con el que todo investigador experimental puede sentirse identificado.
Si pueden, consigan el texto completo "Reglas y consejos sobre investigación científica" disponible en la Web.
Que lo disfruten.
“Reglas y consejos sobre investigación científica”
según Santiago Ramón y Cajal
Prólogo de la segunda edición, costeada por la
generosidad del doctor Lluria, y publicada en 1898
El texto que sigue es una
reproducción, con numerosos retoques y desarrollos, del discurso ofrecido por
Santiago Ramón y Cajal con motivo de su ingreso en la Academia de Ciencias
Exactas, Físicas y Naturales, y se encuentra registrado en Actas de la sesión
del 5 de diciembre de 1897:
“Como otras muchas oraciones
académicas harto más merecedoras de publicidad, este discurso hubiera quedado
olvidado en los anaqueles de las bibliotecas oficiales si un querido amigo
nuestro, el doctor Lluria, no hubiera tenido la generosidad de reimprimirlo a
su costa, a fin de regalarlo a los estudiantes y a los aficionados a las tareas
de laboratorio.
Cree el doctor Lluria (y Dios le
pague tan hermosas ilusiones) que los consejos y advertencias contenidos en
dicho trabajo, pueden ser, como emanados de un apasionamiento de la
investigación, de algún provecho para promover el amor y entusiasmo de la
juventud estudiosa hacia las empresas del laboratorio.
Ignoro si, en efecto, los referidos
consejos, expuestos con fervor y entusiasmo quizá un tanto exagerado e
ingenuos, tendrán positiva utilidad para el efecto de formar investigadores.
Por mi parte, diré solamente que, acaso por no haberlos recibido de ninguno de
mis deudos o profesores cuando concebí el temerario empeño de consagrarme a la
religión del laboratorio, perdí, en tentativas inútiles, lo mejor de mi investigación
científica. ¡En cuántas ocasiones me sucedió, por ignorar las fuentes
bibliográficas (y desgraciadamente no siempre por falta de diligencia, sino de
recursos pecuniarios) y no encontrar un guía orientador, descubrir hechos
anatómicos ya por entonces divulgados en lenguas que ignoraba y que ignoran
también aquellos que debieron saberlas!
¡Y cuántas veces me ocurrió también,
por carecer de disciplina, y sobre todo por vivir alejado de ese ambiente
intelectual del cual recibe el investigador novel estímulos y energías,
abandonar la labor en el momento en que, fatigado y hastiado, no tanto del
trabajo cuanto de mi triste y enervadora soledad, comenzaba a columbrar los
primeros tenues albores de la idea nueva!
La rutina científica y la servidumbre
mental al extranjero reinaban tan despóticamente entonces en nuestras escuelas
que, al solo anuncio de que yo, humilde médico recién salido de las aulas, sin
etiqueta oficial prestigiosa, me proponía publicar cierto trabajo experimental
sobre la inflamación (trabajo que, como obra de novicio, fue malo e
incompleto), alguno de los profesores de mi querida Universidad de Zaragoza, y
no ciertamente de los peores, exclamó estupefacto: «Pero ¡quién es Cajal para
atreverse a juzgar los trabajos de los sabios!» Y cuenta que este profesor era
por aquellos tiempos (1880) el publicista de nuestra Facultad y una de las
cabezas más modernas y mejor orientadas por la misma; pero abrigaba la creencia
(desgraciadamente profesada todavía por muchos de nuestros catedráticos, ignoro
si con sinceridad o a título de expediente cómodo para cohonestar la propia
pereza) de que las conquistas científicas no son fruto del trabajo metódico,
sino dones del cielo, gracias generosamente otorgadas por la Providencia a unos
cuantos privilegiados, inevitablemente pertenecientes a las naciones más
laboriosas, es decir, a Francia, Inglaterra, Alemania e Italia. Con cuya
peregrina teoría, si sale malparada España, se injuria gravemente a la
Providencia, a quien se pinta como resuelta a escoger sus confidentes,
ennobleciéndolos con la llama del genio, entre los herejes, librepensadores o
católicos más o menos tibios de otras naciones.
Afortunadamente, los tiempos han
cambiado. Hoy, el investigador en España no es el solitario de antaño. Todavía
no son legión, pero contamos ya con pléyade de jóvenes entusiastas a quienes el
amor a la ciencia y el deseo de colaborar en la obra magna del progreso
mantienen en confortadora comunión espiritual. Actualmente, en fin, han perdido
su desoladora eficacia estas preguntas que todos los aficionados a la ciencia
nos hemos hecho al dar nuestros primeros inciertos pasos: Esto que yo hago, ¿a
quién importa aquí? ¿A quién contaré el gozo producido por mi pequeño
descubrimiento que no se ría desdeñosamente o no se mueva a compasión
irritante? Si acierto, ¿quién aplaudirá?, y si me equivoco, ¿quién me corregirá
y me alentará para proseguir?
Algunos lectores del presente
discurso me han advertido, en son de crítica benévola, que doy demasiada
importancia a la disciplina de la voluntad y poca a las aptitudes excepcionales
concurrentes en los grandes investigadores. No seré yo, ciertamente, quien
niegue que los más ilustres iniciadores científicos pertenecen a la
aristocracia del espíritu, y han sido capacidades mentales muy elevadas, a las
cuales no llegaremos nunca, por mucho que nos esforcemos, los que figuramos en
el montón de los trabajadores modestos. Pero después de hacer esta concesión,
que es de pura justicia, sigo creyendo
que a todo hombre de regular entendimiento y ansioso de nombradía, le queda
todavía mucho campo donde ejercitar su actividad y de tener la fortuna que, a semejanza de la lotería, no
sonríe siempre a los ricos, sino que se complace, de vez en cuando, en alegrar
el hogar de los humildes, además, que todo hombre puede ser, si se lo propone,
escultor de su propio cerebro, y
que aun el peor dotado es susceptible, al modo de las tierras pobres, pero
bien cultivadas y abonadas, de rendir
copiosa mies.
Acaso me equivoque, pero declaro
sinceramente que en mis excursiones por el extranjero y en mis conversaciones
con sabios ilustres, he sacado la
impresión (salvada tal cual excepción) de que la mayoría de éstos pertenece a la categoría de las
inteligencias regulares, pero disciplinadas, muy cultivadas y movidas por
avidez insaciable de celebridad. Es más: en alguna ocasión he topado con sabios
renombrados inferiores, tanto por sus pasiones como por su inteligencia, al
descubrimiento que los sacó de la oscuridad, y al cual llegaron por los ciegos
e inesperados caminos del azar.
El caso de Courtois, del cual ha
dicho un ingenioso escritor que no se
sabe si fue él quien descubrió el yodo, o si el yodo lo descubrió a él, es
más frecuente de lo que muchos se figuran.
De cualquier modo, ¿qué nos cuesta probar si somos capaces de
crear ciencia original? ¿Cómo sabremos, en fin, si entre nosotros existe
alguno dotado de superiores aptitudes para la ciencia, si no procuramos
crearle, con las excelencias de una disciplina moral y técnica apropiadas, la
ocasión de que se revele? Como dice Balmes, «si Hércules no hubiera manejado
nunca más que un bastón, nunca creyera ser capaz de blandir la pesada clava».
Acuden a mi mente muchos ejemplos que
testifican cómo una medianía, asistida por una
cultura asidua e inflamada en la noble pasión del patriotismo, puede llegar a
hacer verdaderos descubrimientos; pero, como no hay cosa más molesta a los
hombres o a las naciones que el dictado de pobreza de espíritu, ni juicio más
antipático a los ojos del hombre de mérito que atribuir solamente sus éxitos a
la terca continuidad en el trabajo, séame permitido, a fin de evitarme
resquemores y discriminaciones enojosas, ofrecerme yo mismo como caso. Sin
pecar de petulante o presuntuoso, creo que puedo considerarme autor de algunos
descubrimientos anatómicos que, por confirmados y sabidos, se citan como
adquisiciones definitivas de la ciencia; y no cuento en mi activo con las
teorías e hipótesis lanzadas a la polémica por mi imaginación inquieta e
impaciente, pues las teorías suelen
representar síntesis prematuras de fenómenos incompletamente conocidos, y
están, por tanto, sujetas al vaivén de los sistemas, corriendo el riesgo de
desaparecer ante los nuevos progresos.
(En ciencia el hecho queda, pero la teoría se
renueva.)
Ahora bien: estos hechos nuevos constituyen exclusivamente el fruto del trabajo fecundado por la energía
de una voluntad resuelta a crear algo original.
¿Es que poseo aptitudes especiales
para la labor científica? Niégolo en redondo; y si la insignificancia misma de
la labor lograda no lo acreditara demasiado, lo probaría también la historia de
mi juventud, declarada por boca de mis maestros y condiscípulos, la mayor parte
de los cuales vive todavía. Ellos dirán cómo yo fui, durante el bachillerato,
uno de los alumnos más indóciles, turbulentos y desaplicados, y cómo al llegar
a la Universidad y cursar (y no ciertamente por espontánea voluntad) la carrera
de Medicina en Zaragoza, no brillé ni poco ni mucho en las aulas, donde,
exceptuando algunas asignaturas en las cuales estímulos paternos, harto
insinuantes y enérgicos para ser desatendidos, me obligaron a fijar la
atención, figuré constantemente entre los medianos, o, a lo más, entre los
regulares. Ellos podrían decir también que, desde el punto de vista de la
inteligencia, de la memoria, de la imaginación o de la palabra, en nuestra
clase de cuarenta alumnos escasos se contaban lo menos diez o doce que me
aventajaban.
Alejábame, además, de todo estudio
serio y de todo empeño de lucimiento académico, de una parte, el sarampión
poético, especie de enfermedad de crecimiento que en mí se prolongó más de lo
corriente, y de otra, un romanticismo enervador y falso, contraído a
consecuencia de esas lecturas que inflaman la fantasía y excitan la
sensibilidad, y fomentado además con el amor enfermizo a la soledad y a la muda
contemplación de las bellezas del arte y de la Naturaleza.
Sólo dos cualidades había en
mí anteriormente, quizás algo más desarrolladas que en mis condiscípulos,
cualidades que acaso hubieran atraído la atención de los profesores, si mi nada
envidiable reputación de alumno perezoso y descuidado no me hubieran condenado
de antemano a la indiferencia de todos. Eran éstas una petulante independencia de
juicio que me arrastró alguna vez hasta la discusión de las opiniones
científicas de un querido sabio y dignísimo maestro, con escándalo bien
justificado de mis condiscípulos, y un sentimiento profundo de nuestra
decadencia científica, que llegaba a la exaltación cuando, al leer el
profuso Tratado de Fisiología de Beclard, atestado de citas y preñado de
experimentos contradictorios, o las concienzudas y eruditas Anatomías de Sappey
y Cruveilhier, echaba de menos los nombres de sabios españoles. Semejante
preterición causábame profundo dolor, pareciéndome que los manes de la
patria habían de pedirnos estrecha cuenta de nuestra dejadez e incultura, y que
cada descubrimiento debido al extranjero era algo así como un ultraje a nuestra
bandera vergonzosamente tolerado. Y más de una vez durante mis paseos
solitarios bajo las sombrías y misteriosas alamedas que rodean la ciudad
heroica, agitado el cerebro por el estruendo de las tumultuosas aguas del Ebro,
en esos eternos soliloquios que constituyen la conversación favorita del
soñador, que gusta recatar su alma y sus queridas esperanzas de la heladora
sonrisa de los hombres prácticos y de las cabezas equilibradas, sin medir lo
arduo de la empresa ni reparar en la escasez de mis facultades, exclamaba: «No,
España debe tener anatómicos, y si las fuerzas y la voluntad no me faltan, yo procuraré
ser uno de ellos.»
Ahora bien: si yo, careciendo de
talento y de vocación por la ciencia, al solo impulso del patriotismo y de la
fuerza de voluntad, he conseguido algo en el terreno de la
investigación, ¡qué no lograrían esos primeros de mi clase y esos muchísimos
primeros de otras muchas clases si, pensando un poco más en la patria y algo
menos en la familia y en las comodidades de la vida, se propusieran aplicar
seriamente sus grandes facultades a la creación de ciencia original y
castizamente española! El secreto para llegar es muy sencillo; se
reduce a dos palabras: trabajo y perseverancia.
Mi empeño en poner en su punto las
aserciones de los providencialistas y genialistas, en lo concerniente al origen
de los descubrimientos, me han alejado un tanto de mi propósito; volviendo
nuevamente a él, es decir, a la justificación de mi trabajo, añadiré a lo antes
expuesto que, correspondiendo al interés demostrado por el señor Lluria, he
ampliado varios capítulos y he añadido alguno nuevo, inspirándome, por
desgracia, en motivos de triste actualidad.
¡Ojalá que este humilde folleto que dirigimos a la juventud estudiosa sirva para
fortalecer la afición a las tareas del laboratorio, así como para alentar
las esperanzas un tanto decaídas, después de recientes y abrumadores desastres,
de los creyentes en nuestro renacimiento intelectual y científico!"