Arqueólogo Krzysztof Makowski
Hola amigos
Es
con sumo placer que comparto información proveniente del Grupo de Arqueólogos
del Perú, donde el Arqueólogo Krzysztof
Makowski cuestiona la extrapolación de conceptos arqueológicos referidos a las
primeras civilizaciones mesopotámicas de Medio Oriente, a toda construcción monumental
emplazada por los Estados precolombinos.
Espero que les aclare algunos puntos oscuros en el análisis.
La noción de ciudad en sitios prehispánicos,
por el Arqueólogo
Krzysztof Makowski
Cuando
uno observa un sitio prehispánico, lo primero que suele llamarle la atención es
su monumentalidad: pirámides truncas con rampas y plazas circulares; laberintos
que conducen a altares; edificios superpuestos que cumplen, mayormente, una
función ceremonial. Pero una vez pasado el deslumbramiento, acaso le surja una
pregunta: ¿dónde vivía la gente? Esto ha intrigado por décadas al arqueólogo de
origen polaco Krzysztof Makowski, quien ha llegado a la conclusión de que en
este lado del mundo no existieron ciudades, al menos no como las conocieron los
europeos del siglo XVI.
Según
sus teorías, lo que prevaleció en los Andes más bien fue un modelo sui generis
que él ha calificado, de manera provocativa, como “antiurbano” —“este es un
término para el debate”, dice, con una sonrisa—. Sus conclusiones son
explicadas en un volumen de tapa dura titulado Urbanismo andino (Apus Graph
Ediciones, 2017), en el que reúne sus artículos publicados a lo largo de veinte
años.
Poblaciones móviles
“Al mencionar la palabra ciudad, sin querer estamos trasladando al pasado las
características del presente”, dice Makowski al inicio de la conversación.
“Quienes están familiarizados con la arqueología saben que para explicar la
formación de sociedades complejas se tomó como modelo, desde los años cincuenta
del siglo pasado, lo sucedido al borde de los ríos Éufrates y Tigris, en
Mesopotamia. Aunque hoy se entiende que fue un proceso mucho más complejo, a
grandes rasgos se decía que en este lugar se produjo el tránsito hacia lo urbano
a partir de dos fenómenos paralelos y concatenados: uno fue el desarrollo de la
tecnología agrícola, la domesticación de animales de tiro, la aparición del
arado y la crianza de ganado; y otro fue el surgimiento de medios de transporte
tanto fluviales como marítimos. Este fue el punto de partida de un modo de vida
que efectivamente resultó bastante exitoso”, cuenta el investigador.
¿Sucedió
en los Andes un proceso parecido? Makowski cree que no. “Aquí —afirma— ocurrió
más bien lo opuesto. El desarrollo de la tecnología agrícola y de transporte
estuvo limitado por lo que ofrecía el medio ambiente. No había madera
suficiente para construir canoas o balsas ni tampoco los ríos costeños o
serranos eran navegables. No había animales de tiro, pues los camélidos eran de
carga, y tampoco existió un gran valle sino pequeños valles dispersos como
oasis. Todo esto llevó a las poblaciones andinas a resolver sus problemas con
mucha originalidad”.
Entonces
se creó un sistema de asentamientos dispersos y móviles que fueron mucho más
eficientes de acuerdo a lo que ofrecía el ecosistema. En vez de agruparse al
centro de tierras cultivables, las poblaciones optaron por vivir en aldeas
desperdigadas.
“No se puede hablar de ciudades sin medios de transporte o de producción y
distribución de alimentos”, explica Makowski. “Por eso el estilo de vida que se
desarrolló fue mucho más sensato y estaba acorde con el frágil medio ambiente lleno
de recursos pero de difícil adaptación. Las variantes de este sistema
antiurbano, con su particular arquitectura, las observamos en todos los
períodos y zonas andinas a partir del cuarto milenio antes de Cristo”, agrega.
Paisajes
sagrados
Otro
ejemplo que refuerza la teoría del arqueólogo es la situación de Lima antes de
las reducciones españolas. “No había ninguna ciudad. Existía más bien todo un
valle con redes de riego y poblaciones dispersas. Los curacas, como dicen los
historiadores, no controlaban el territorio sino gobernaban sobre la gente y
sobre el agua. Eran sociedades de parentesco, con comunidades especializadas de
pescadores, alfareros, arrieros, que se reconocían como descendientes del mismo
ancestro y cuyos integrantes se movían mucho. Es probable que una familia
tuviera más de una vivienda en lugares diferentes”, explica.
Por
eso, a pesar de su monumentalidad, los sitios prehispánicos no guardaban
relación directa con el número de residentes permanentes. En el caso del Cusco,
ni las panacas ni los ayllus residieron en lo que hoy conocemos como la ciudad
monumental, sino que las viviendas estaban dispersas en toda la cuenca del
Huatanay, en medio de más de 350 adoratorios y lugares sagrados como fuentes,
piedras labradas y templos.
Esa
es otra de las grandes diferencias entre el modelo urbano europeo y el andino.
Mientras en Occidente lo más importante era la ciudad, aquí lo era el paisaje
convertido en espacio sagrado. “Ese es otro aspecto fundamental de mi modelo
interpretativo”, añade Makowski. “Hay una gran diferencia entre los cultos
andinos y los europeos. Las religiones proselitistas y reveladas, como el
cristianismo, son esencialmente urbanas, y sus espacios de reunión están
relacionados con la ciudad; en cambio, en los Andes, ocurrió otra vez lo
opuesto: se sacralizó el paisaje, no solo los cultivos y las pasturas, sino
también los picos y nevados, donde moraban las deidades. A juzgar por la
ubicación de las ofrendas no había lugar para lo secular. Tanto lo doméstico
como lo público estaba sacralizado por igual”.
Al parecer los centros ceremoniales cumplieron desde épocas remotas funciones
religiosas y administrativas: ahí se reunían las aldeas vecinas para rendir
culto a las deidades, para cumplir los calendarios festivos, para realizar
intercambios de productos y, ocasionalmente, para agasajar a los grupos aliados
luego de guerras o enfrentamientos.
El
Caso Caral
Las
ideas de Makowski también colisionan con lo expuesto en los últimos años sobre
Caral. “Hay varios aspectos que merecen un debate más profundo”, opina el
arqueólogo con cierta cautela.
“Primero hay que decir que en Caral se ha realizado una admirable tarea de
puesta en valor y un gran aporte al desarrollo del turismo. Mi amiga y colega
Ruth Shady ha retomado de manera ingeniosa el modo de pensar de Julio C. Tello,
quien creía que existía un lugar originario de la civilización andina y lo
ubicaba en Chavín. Ella dice que ese lugar no se ubica en Chavín sino en Caral.
El mensaje es poderoso: Caral sería la ciudad-Estado más antigua de las
Américas, y contemporánea con sus pares de Mesopotamia. Sería un lugar donde se
ha originado todo: la lengua, la agricultura de riego, los quipus, la
arquitectura de los templos, el arte figurativo”, dice Makowski sin ocultar su
sorpresa.
Luego
asegura que estas afirmaciones no se pueden contrastar con las evidencias: “Al
ver el sitio y leer las publicaciones surgen preguntas inevitables: ¿cómo es
posible que haya existido una Ciudad-Estado sin medios de transporte, con una
agricultura incipiente y sin conocimiento de la cerámica? ¿Por qué las áreas
supuestamente residenciales no parecen haber sido usadas para este fin de
manera permanente?”. El tema se analiza a profundidad en el libro. El
arqueólogo advierte que desde los años ochenta se sabía que este sitio —llamado
primero Chupacigarro— fue uno de tantos otros similares que existieron en
nuestro territorio hace casi cinco mil años.
¿Se puede hablar entonces de una cultura que dio origen a la civilización
andina? Makowski cuestiona esta afirmación y dice que cada vez más arqueólogos
están convencidos de que el concepto mismo de civilización es errado y
discriminatorio. “En el fondo, todos los pueblos han sido lo suficientemente
civilizados para sobrevivir y aportar a la historia de la humanidad. En el
siglo XXI es bueno tener en cuenta que lo que llamamos civilización es fruto de
complejos procesos de interacción. Se trata de un desarrollo de la humanidad y
no de un grupo superdotado”.